sábado, marzo 21, 2015



Después de tantos años nos volvimos a encontrar, lejos de todo y de todos. Era ley terminar en un bar, y así fue. Las carcajadas seguían intactas. Jamás volví a reírme tanto con una persona como lo hacía con él. Era recíproco. Extrañaba terminar agotado de estar tentado. Al fin y al cabo estábamos un poco distintos que hace un tiempo, pero aun iguales.

Tomamos cerveza. Hablamos del punk, de Green day, de los Ramones, de la banda que teníamos, de aquellos tiempos sagrados de gloria y libertad que habíamos vivido a la par. Y mientras seguíamos volando hacia atrás, de repente se quedó pensativo. Gradualmente se le borró el gesto de gracia y melancolía alegre en la cara y sentenció mirando a la nada: "nuestros amigos, o tienen hijos o están muertos". Se hizo un silencio triste. La segunda opción me hizo un eco frio en el alma. Nunca había pensado en eso. Tenía razón.

La pasábamos bien, eramos jóvenes e invencibles, pero en el fondo estábamos tristes. Para ser punk siempre tenes que estar un poco triste. Y muchos no soportaron aquella angustia. Se rindieron y cayeron en esos refugios de papel que son la droga y el alcohol. Ninguna pastilla calmó el dolor. Otros fueron más pragmáticos y directamente eligieron la bala o la soga.

Levantamos nuestras miradas brillosas y chocamos los vasos. No dijimos nada, pero brindamos por varias cosas. Por aquellos días de gloria, por los que ya no están pero están, y por lo que quedamos, peleandole a la existencia, con esa vieja tristeza todavía adentro, apaciguando las congojas con las canciones de toda la vida, esas melodías inmortales, por siempre jóvenes, y con la cresta bien parada en el corazón. Después de todo, el negro en nuestra ropa sí tenía un poco de luto.