miércoles, enero 21, 2015



Amsterdam huele a discoteca. Un coctel de olores nocturnos le da la bienvenida a cualquier novato que pise esas callejuelas por primera vez. El aire es denso y se refugia en cuanta nariz divise: marihuana, sexo y jolgorio viajan directo a los pulmones. Las putas llaman desde sus vidrieras a los turistas ávidos de revuelque que pasean por el Boulevard de la lujuria. No hay lugar para la inocencia en la verdadera ciudad del pecado, la aldea de las miradas perdidas.

Todo ese ovillo de locuras está metido dentro de una ciudad medieval, en donde las campanas suenan a cada instante, llevando a quien las oye a dar un paseo por el medioevo europeo. Calles empedradas que se confunden con veredas, turbas de bicicletas pidiendo paso y barcos zigzagueando por las venas urbanas. Esos canales son los hermanos atorrantes y no reconocidos de los venecianos. Lucen mas turbios e infieles. Les falta amor, rebosan de resaca. Entreverada de puentes, enferma de insomnio, huérfana de mañanas, porque en Amsterdam reina la luna y sobra el día.




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lunes, enero 12, 2015















No me hables de dios
si me vas a hablar de libertad.
Ni de religiones y dictaduras celestiales
que me indiquen hacia donde debo caminar,
Con lo que me encanta salir a caminar
hacia cualquier lugar.

No me hables de límites
si me vas a hablar de libertad.
Ni de la asfixia de las fronteras.
Ni de la rigidez de las banderas.
Con lo que me gusta el mundo
para andar encerrándome en ellas.

No me hables de relojes
de contornos, de represiones,
ni modas o  prisiones.
Recién cuando me hables
de la muerte del miedo,
de oídos sordos a palabras carcelarias,
de alegrías y pasiones.
de mares y canciones.
Entonces si.
Llená dos vasos con vino.
Y hablemos de libertad.




martes, enero 06, 2015



Tengo siete años. Estoy sentado solo y en canastita en la frescura del verde césped una siesta de verano. El silencio es casi absoluto. La gente descansa, entonces también las calles. En cada una de mis manos sostengo un muñeco. Ambos están repletos de armas y se enfrentan en una batalla a muerte, casi que no necesito mis dedos para moverlos: tienen vida propia, forjan cada movimiento. Uno de ellos será el único héroe, y yo soy de su tamaño, estoy ahí en ese mundo, sintiendo la adrenalina del combate.

Un canto de pájaro rompe el silencio y me vuelve a la realidad. Tardo un instante en divisar al ave creadora de ese sonido magnífico. Finalmente la descubro posada sobre un cable de luz. La observo atentamente, puedo sentir como el aire fresco de esas alturas le pega en la cara, empiezo a pensar en la preciosidad infinita de la naturaleza, en su armonía. Mi cuerpo lentamente se entrega al entorno, me siento parte de él. 

Un estruendo que no da tiempo a nada. Un grito aviar desgarrador. El balín atraviesa de lado a lado al pájaro que reposaba en los cables. Le rompe las entrañas. Tres o cuatro plumas salen despedidas. El cuerpo inmovil cae inmediatamente sobre la tierra. Aun hoy puedo escuchar ese golpe seco y de muerte impactando contra el suelo, retumbando en mi memoria. Una ventana se cierra a lo lejos, alcanzo a ver la punta de un rifle que se mete hacia adentro de la casa. Alguien se desentiende de la escena y vuelve al interior de la vivienda, como si nada hubiese pasado. Yo me aguanto el llanto. Algunas tragedias son meramente personales. El ave, que hasta hacía segundos estaba llena de música y vida yace inerte y retorcida en el suelo. El hombre que asesina es la naturaleza matando a la naturaleza. Es, entonces, una especie de suicidio estúpido.

Vuelvo a mirar el cadáver. Me corre un escalofrío de pies a cabeza. Quiero irme ir a mi casa, ya no tengo ganas de jugar. Atino a juntar rápidamente mis pertenencias. Los muñecos están ahí tirados. Y solo son eso, figuras de plástico, rígidas, llenas de tornillos y mal pintadas. El mundo, de pronto, se me volvió muy real. Demasiado.