jueves, noviembre 22, 2012


Camilo puede aunque no pueda. Ahí está volviendo al barrio una vez más. Comparte unos mates con su mamá, y después se convierte por un rato en goleador en el potrero de la villa. Toma una cerveza helada desafiando al sol asesino, mientras el aire fresco le acaricia el rostro. Cierra los ojos y disfruta.

Camina lento por las veredas despedazadas mientras recorre las calles que lo vieron crecer, perder y caer. Pasa por la casa de su primer amor, mira de reojo y suspira uno o dos recuerdos. Esquiva la esquina sangrienta en la que vio a su mejor amigo por ultima vez, abatido, la esquina que lo obligó a dejar el barrio.

Mira hacia arriba y se percata de lo sublime y precioso que puede ser el cielo, y de que casi nunca nos detenemos a mirarlo. Envidia a dos gorriones que vuelan sobre él, sonrie y sigue su camino, pensando en que el mundo está lleno de detalles hermosos.

Y el lápiz de Camilo continua bailando sobre la hoja, pese a la oscuridad, pese a los barrotes. La puerta sigue cerrada, como siempre, pero nadie sabe que adentro de ese cuaderno de poesías nacientes él esconde un par de alas que lo llevan siempre que lo desea, a su barrio, su lugar.




lunes, noviembre 12, 2012



Matías, de seis años, dejó por un momento de pedirle monedas a los automovilistas que pasaban por esa maldita esquina de siempre. Sabía que le podía traer problemas nocturnos con su papá, pero no le importó.

A Tomás, de ocho años, su mamá lo dejó en la puerta del Instituto de Inglés. Pícaro, espero que el auto se alejara, y en vez de entrar al establecimiento, salió corriendo, incluso a pesar de su mochila de plomo.

Esa ventana descuidadamente abierta fue la felicidad para Juancito, de diez años. Ya no quería seguir viviendo en las sombras, armando juguetes que iban a usar miles de niños, menos él. En el instante oportuno, se escabulló, saltó por la ventana y siguió el camino del sol.

Matías, Tomás y Juancito se encontraron con cientos de otros chicos en el mismo sitio. Después de una vida entera en la vereda, contra toda regla se atrevieron a pisar ese lugar tan prohibido que había sido la calle, y la cortaron. Rodillas ensangrentadas y griterío invadieron la ciudad, que se transformó en una especie de recreo gigante: la pequeña gran revuelta había comenzado. Al frente de la multitud, asomaba una pancarta con letras coloridas y temblorosas, pero con un mensaje mas que claro: "Queremos jugar".