martes, octubre 07, 2014


La luz se pone en rojo. De un lado un auto último modelo, casi casi del año que viene, reluciente, técnicamente perfecto, manejado por un ejecutivo que no para de hablar por teléfono. Del otro un carro de madera, tirado por un caballo y conducido por un hombre mayor. El carro lleva todo lo que sobra de los mercados, frutas, verduras, pan, pobres. 

El ejecutivo termina su comunicación, gira su cabeza y se detiene a mirar al hombre del carro. Ve sus manos ajadas por todos los soles de su vida, su piel curtida por la lucha diaria, la tristeza lenta de sus movimientos. Luego posa su atención en el equino, descuidado, agitado, prácticamente rendido, emparchado y atado por todos lados. La imagen del carro, el pobre y el caballo representa absolutamente todo lo que está mal en el mundo. Cuanta pena junta. Piensa en sus hijos. Se acomoda la corbata para tragar saliva.

El pobre mira al hombre de traje. Contempla sus lentes de sol en la solapa, el reloj, y el auto de punta a punta, y vuelve a observar las ruedas desparejas de su carro. El anhelo le dura solo unos segundos. Ya no se pregunta por qué.  Hace años se le murió la pregunta en el pantano de la resignación. Su rostro, invariable, no emite expresión alguna, luce triste por naturaleza. Vuelve a mirar al frente. Mejor pensar como sigue el recorrido si quiere cenar por la noche.

El celular suena otra vez interrumpiendo el trance de las dos realidades. De vuelta a los negocios. La luz se pone en verde. El automovil acelera, y deja atrás al carro. Lejos. Muy lejos. Cada vez más atrás.