jueves, febrero 12, 2015



Hay quienes dicen que la vida es simplemente caminar, aventurarse a la travesía de caminar hasta finalmente encontrar el lugar al que uno pertenece. Y vaya si caminé. Lo hice durante años, en una búsqueda interna y eterna exhaustiva que me dejó varios moretones y callos en los pies. Aquella mañana me detuve en un bosque a tomar aire fresco. Sentí algo adentro mio, el eco de una adrenalina intentándome decir algo. Quizás estaba en el lugar adecuado, nunca había experimentado una sensación así. Terminé haciéndome de una cabaña y allí me quedé. Vivía en una casita de ensueño, rodeado de árboles y naturaleza exótica, alejado de la gente y su incesante andar al compás de la violencia. Notaba que habíamos llegado al punto de que hasta el paso del ser humano era brusco, atolondrado, de una violencia perturbadora. Y yo no quería ser parte de esto.

La verdad es que estaba muy cómodo ahí. No salía demasiado, a pesar de que a unos treinta minutos a pie había un pueblito con mucha fama de pintoresco. De hecho, también tenía el mar a un par de kilómetros, pero jamás iba, no lo necesitaba: uno necesita al mar cuando busca explicaciones y yo sentía en ese lugar que mi alma descansaba en calma, por fin.

Nuevo lugar, nuevas historias. Un pueblerino me relató la leyenda de las sirenas. Contaba con total convicción que ese sitio era zona de sirenas. Generaciones enteras explicaron y aun explican que todos los jueves por la noche las sirenas se acercan a la costa y emiten un canto mágico, casi hipnótico que atrae a todo aquel que lo escuche, sea hombre o mujer, joven o adulto, rico o pobre. Una vez allí, las sirenas cantan y bailan y se entregan a todo tipo de placer nocturno con todos aquellos que acuden a la fiesta, sin limites ni restricción alguna. Francamente nunca creí en ese tipo de historias, pero si debo confesar que los jueves al anochecer, cuando el silencio se adueñaba del bosque, podía percibir un sonido extraño y lejano que no lograba definir, pero allí estaba, siempre, en ese momento puntual de la semana. Al principio lo ignoré, pero la curiosidad se acrecentaba con el pasar de los días. ¿Y si realmente allí estaban las sirenas? Para colmo, y con el solo fin de derrocar mi escepticismo, el sonido provenía del oeste. El mar quedaba hacia el oeste, a unos dos kilómetros.

Aquel jueves inolvidable me pudo la incertidumbre, y apenas percibí el sonido caminé hacia allí. Atravesé arbustos, lianas, nubes de mosquitos y tomé un pequeño sendero bastante borroso que me dirigió directo a los primeros metros arenosos. Corrí algunas hojas enormes de vaya a saber que planta y allí estaba la playa en un paisaje de extraordinaria nocturnidad, plagada de mujeres cincuenta por ciento pez. Se me moría cualquier tipo de mitología, pensé que era un sueño, o una pesadilla, pero no. Pude contar alrededor de 80, chapoteando con sus senos al aire, cantando y bailando en un frenesí acuático y carnal incontrolable, entre ellas y con los pobladores. Sentí el mas bello de los infiernos en el cuerpo al escuchar esas voces dulces y casi celestiales que me llamaban en cada nota. Corrí y mientras lo hacía me desnudaba, trastabillando un par de veces pero sin caer ni disminuir la marcha. Me metí al agua, estaba casi templada. Inmediatamente se acercaron tres de ellas. me rodearon, me rozaron, me besaron, buceaban a mi alrededor, por entre mis piernas. La medianoche me encontró en un festín que me propinó la espectacular experiencia de conocer nuevos placeres inhóspitos en mi conciencia. Y ya no pude parar.

Todos los jueves al anochecer partía hacia mi nuevo limbo. Nunca podía recordar mucho de lo que pasaba durante esas noches alocadas, pero de lo que si estaba seguro era de la euforia y goce que se adueñaban de mi mientras me encontraba ahí. Solo eso tenía presente, lo demás era un caótico conjunto de olas pegándome en la cara, oscuridad, risas, frenesí borroso y escasos rayos de luna llena alumbrando parcialmente algunas caras. Las mañanas de viernes eran mi tragedia. Aparecía tirado en la playa, revocado en arena, con dolor de cabeza, sueño, sangre y la existencia pesándome en los hombros.¿Que viene después de la euforia? Los demás días dejaron de existir para mi, solo esperaba los jueves: mis semanas, meses y años solo tenían jueves. Lo demás era soportar. De hecho abandoné mi cabaña y me mudé a una pequeña casa costera, todo para estar mas cerca de esas diosas acuosas y llegar mas temprano a la orgía de mis sentimientos. Definitivamente este era mi lugar.

Nada podía detenerme. Pasé largas temporadas así. A lo último eran más intensas las crisis y el vacío de los viernes, que el propio disfrute de sirenas y mar. Sentía como la vida se me acortaba, mientras solo vivía esperando: estaba derrochando mis días. Mi cuerpo ya no respondía como antes, me sentía pesado, cansado, totalmente desganado y monótono. No tenía otros sueños y ambiciones, solo jueves. Las sirenas no estaban allí un lunes para apaciguar mis tristezas, o un miércoles para compartir una alegría. El mar estaba vacío seis días por semana. Algo me detonó: a que punto horrendo de tristeza había llegado si hasta el mar había perdido su belleza.

 Un atardecer oí su canto eterno otra vez pero simplemente no quise ir. Las voces encantadas aumentaban el volumen, casi como si fuera a propósito. Dudé algunas veces, me resistí como pude. Volví a sentarme. Agarré un libro para distraerme. Sentía como me temblaba el cuerpo, como me pedía el rugido del mar, el calor de sus pieles escamosas. En un impulso incontrolable me paré y abrí la puerta. El coro celestial se escuchaba más fuerte que nunca. Caminé cada vez más rápido, corrí desesperadamente. Finalmente llegué a mi destino: allí estaba mi vieja cabaña del bosque, idéntica a como la había dejado, pero mucho mas reluciente y acogedora, como si tuviese un aura especial, algo que la hacía mas bella de lo que era. Quizás tenía que alejarme de ella para descubrir verdaderamente la totalidad de sus virtudes, y por fin, volver y disfrutarla en plenitud.  Lo primero que hice fue sentarme en mi viejo sillón de madera. Puse mi canción preferida para tapar aquellas voces infernales y quedarme tranquilo. Cuando la melodía terminó, no volví a escuchar el canto de las sirenas. Nunca más.