No se muy bien como y cuando llegué acá. Probablemente fue para resguardarme del frío. Sufro mucho el frío.
A veces me siento y veo reflejada mi cara en los barrotes de cristal. La observo atentamente, recaigo en cada detalle. Puedo apreciar la simetría de mi sonrisa, lo escultural de mis lágrimas.
A pesar de que el aire pasa entre los barrotes, por momentos sufro de claustrofobia, puedo notar como el pecho me queda al borde del estallido. Pero la jaula me protege, me da calor, es mi refugio. Allá fuera hace mucho frío.
Todos mis recuerdos, mis vivencias, mis fotos son en su interior. Aun después de haber pasado gran parte de mi vida afuera, creo que no conozco otra forma de vivir, o no la recuerdo. Pierdo la noción del tiempo acá adentro. A veces siento que estoy enjaulado hace miles de años, otras veces me siento como el primer día, ansioso por conocerle cada rincón, cada secreto. Me gusta decorarla, cambiarle el aspecto siempre que puedo. En ocasiones hasta me olvido que es una jaula. Hay días en las que la siento mi pequeño castillo, aunque algunas noches, confieso, parece una tumba.
Después de muchos meses o años descubrí, casi sin querer, que la puerta estaba sin traba. Dicen que afuera es verano. Dicen que el frío no es tan grave. Pero yo me alejo de la puerta y me acurruco siempre en la misma esquina. Porque acá siempre es verano. O primavera. O los inviernos no son tan crudos.
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