Azoté la puerta con rabia explosiva y me fui. Solo duré treinta segundos caminando. Me nacieron unas incontrolables ganas de correr. Mientras mas quieto tenía el cuerpo, peor era, estaba horriblemente nervioso. Asi que corrí. Corrí cada vez más rápido. Apretando los dientes. Corrí con la angustia como motor. Y lloriqueaba mientras huía. De vez en cuando gritaba. Era extraño, el cansancio físico nunca llegó. No sentía el cuerpo, solo la tristeza y la adrenalina del escape. Corrí por horas, días, meses, quizás años. El viento me secaba las lágrimas. Calmaba mi sed tomando del vaso que había rebalsado.
No tenía idea de hacia donde me dirigía. No seguí indicaciones, mapas ni carteles. Solo corrí. Corrí hasta el fin. El fin de algo, de alguien, no se. Florecían ampollas en mis pies. Marchaba roto: las zapatillas, la ropa, el presente. La gente me miraba raro. No me cambiaba en nada. En realidad, la gente siempre me miró raro. Eché un vistazo hacia mi costado, dejé de concentrarme en el escape en si mismo para revisar donde estaba parado. El paisaje anónimo que me rodeaba era distinto. Los árboles habían aumentado su cuantía. El viento y la hierba olían de otra manera. Los rostros eran nuevos y desconocidos. Sentí un poco de miedo, y mucha incertidumbre. Pude percibir a mi agonía agonizando. Después de no se cuanto tiempo, por fin me detuve.
Tomé aire, volví a mirar a mi alrededor. Me pregunté: ¿y ahora que?. Era la pregunta que había estado buscando sin saberlo, el sentimiento de por fin haber apagado mis infiernos. Ya no había nada, estaba en blanco, casi como nuevo, y eso significaba un principio, otro principio. Estamos llenos de principios. Y entonces, en vez de comenzar a correr de nuevo, caminé, muy despacio, lento, casi paseando, observándolo todo, tocándolo todo, oliéndolo todo, calmo pero hambriento, como quien no para de buscar la novedad.
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