miércoles, marzo 09, 2016




No recuerdo a que edad empecé a ser consciente de que estaba allí. Mis primeras imágenes de él son confusas, pero de lo que estoy seguro es que lo veía a lo lejos y desde abajo, muy chiquito.

Con los años fui creciendo, y él también, cuestión de cercanía y perspectiva. La cosa no me importaba demasiado hasta que pude divisar como la gente iba cayendo por ese precipicio. Conocidos y desconocidos desfilaban por ese maldito acantilado, y si dentro mío vivía algo de miedo, ahora se había convertido en terror.

Pasé mi adolescencia entera y parte de mi juventud tratando de buscar una manera totalmente creativa de no llegar a esa muerte dolorosa y estúpida, en cierto modo para evitarsela también a todo ser que estuviera cerca. Me desvié por mil caminos, pero todos desembocaban en uno solo que culminaba directamente en los últimos centímetros del peñasco.

La leyenda cuenta que existe un sendero, escondido, pedregoso, mediante el cual uno puede lograr no terminar echo papilla y escapar quien sabe hacia donde para salvarse, pero es dificilisimo encontrarlo. Mi búsqueda continuó.

Pánico. Puedo contemplar el abismo, su inmensidad mortal. Llegué al momento crítico en el que lo tengo a centímetros, la hora de la decisión más importante de mi vida. Tantos años contemplándolo desde la lejanía, evitando llegar al fatídico punto en el que me encuentro. Puedo detallar cada una de sus rajaduras, la forma de cada piedra que allí vive. Oler el hedor a fallecidos, oir el eco de la desolación. Intento idearme urgentemente el camino salvador, ese del que tanto me hablaron.

Un viento muy fuerte me pega en la cara. Se  mete por mi  boca, la seca por el grito. Los ojos me lagrimean al punto de no poder abrirlos. Un zumbido grueso en los oídos. No se si estoy de pie o de cabeza.