miércoles, julio 22, 2015




Suelo morirme a veces.

Aquella noche miré a través de la ventanilla del colectivo empañada por la lluvia y pensé: es una hermosa noche para estar triste. Llueve adentro, llueve afuera, el colapso, los estruendos, soy parte del paisaje.

Atrás quedaron la gente y el bullicio. Desentoné otra vez, y no los soporté. Fue un escape imperfecto, de esquirlas, lo se. Perdón. Huí a encerrarme en mi soledad. Me encontré agotado, exhausto de mi. De mis cambios, de mis arranques de rabia, de sentirme afuera de todo. Y fueron horas de no sentir, de desconocer mis placeres, de tener dormidos los sentidos. Cuando la música no logra penetrarme el alma, cuando no siento ese apetito voraz por su cuerpo de mil maravillas, entonces tengo la desesperante certeza de estar muerto.

Es el otoño de los sueños, el frío de estar parado a la sombra de la gloria. Las lagrimas no nacen, ni mueren. Es tener la mirada apagada de los fallecidos. Inerte. Insulso. Oscuro. No poseo energía suficiente para pensar. Solo quiero cerrar los ojos y olvidar, descansar de mi, para en unas horas esperar la resurrección. Otra vez.