La discusión le llenó las venas de furia y pegó el portazo. Ella quedó en el interior de la habitación un poco enojada, otro poco aturdida. Él caminaba acelerado por la calle rumbo a la costa, libro en mano. Se fue derecho a leer a orillas del Lago, su terapia. Así como la quietud del agua azul y las montañas, los libros también lo calmaban, le prestaban otro mundo por unas horas para escaparse de los momentos abrumadores de la existencia, que no son escasos ni mucho menos. Y asi intentó refugiarse entre paisajes hechos de letras. Ella se puso sus auriculares e intentó despejarse saliendo a caminar para licuar su rabia en sus canciones preferidas.
Sentado en una roca, entrecortaba su lectura. La imaginaba perdida entre la gente, en algùn rincón de la ciudad. Eran extranjeros en un pueblo nuevo para ambos. ¿Por donde andaría? ¿En que estaría pensando? Pese al enojo, necesitaba tenerla cerca, aunque no se hablaran, aunque siguieran ofendidos, eran complementarios o por lo menos eso indicaba su dolor de estomago. Su sola presencia le apaciguaba sus tempestades. Por unos minutos retomaba la lectura, pero otra vez la interrumpía para mirar el muelle que penetraba en el Lago Grande. La imaginaba caminandolo, a paso lento, pensativa, preciosa. Necesitaba que este ahí, pero nada- esta ciudad es demasiado grande para coincidir- concluía y volvía a sus páginas sin seguir demasiado el hilo de lo que leia.
Levantó siete veces la cabeza. El muelle estaba lleno de turistas, pero vacío para él. Seguía enojado y no verla, en cierta forma lo sulfuraba mas. Los turistas se alejaron, el muelle milagrosamente quedó solitario, solo por unos segundos, una especie de preludio. Ella entró en escena, chiquita, caminando sobre las maderas, cabellos al viento, casi como la había imaginado unos minutos atrás. Casi, porque la imagen era aun mas hermosa. Una especie de ternura gigante y demoledora que cayó desde el cielo le aplastó todos los orgullos, venenos y fastidios paridos esa mañana. Cerró el libro y se dedicó a espiarla sin que ella supiera y a observar como ella miraba el agua apoyada en el barandal. Lo invadió una paz inconmensurable, pensó en cuanto la amaba. Ella se dio vuelta y lo vio agitándole el brazo, en una desesperación muy mal disimulada. Con la sonrisa irresistible que anuncia la muerte del enojo, obedeció, caminó hacia las rocas, se sentó a su lado y sin decirse una palabra miraron juntos el lago tomados de la mano.
1 visiones:
Muy bueno! Felicitaciones al escritor!
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