¿Y si nos estamos censurando?
Claro que quema. No hay infidelidad más dolorosa que la infidelidad a uno mismo. Es el error esencial, el pensamiento terminal, es (di)simular en vez de vivir.
Queres escapar por tu boca, por tu ropa, por tus gestos. Intentas la huida en cada movimiento. Pero todos esos pares de ojos no te dejan, te chocás contra tu piel y las canciones alegres se te mueren adentro. Esas lenguas parlanchinas te rompen la paz, son el encierro más penoso. Y tus oidos tienen la culpa, también.
No lo recordás. Olvidaste lo que nadie te enseñó. ¿Te acordas? Tu vida es tuya. Por favor, no te conviertas en eso, que no hay ser más desventurado que el que quiere encerrar a la libertad. Y ahi adentro tenés el circo más triste de todos, con el corazón derrotado observando todo desde el palco.
Y escondés el intento de fuga, con la minuciosidad de un preso cavando el túnel para llegar el cielo que lo espera. Pero el cielo no puede esperar. Entonces unos pocos, los más observadores y amorosos te descubren el escape en los ojos, que se te escurre casi en cuentagotas como un brillo opaco, y con una sonrisa cómplice te apuran, te muestran el camino. El otro. El del cartel en la esquina con tu nombre borroneado. El pantanoso, el de barro, que se termina secando, después de tantos días de sol. Y entonces, ya no pesa tanto caminar.
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