El exceso de pasado trae torticolis. Ya duele mucho el cuello de tanto mirar para atrás. Melancolía fuerte, fuertísima. Una foto y una canción repitiendose mil veces de fondo te detonan otra vez y decretan oficialmente lo que tanto temías: los días de gloria han pasado y ya no volverán. Los mejores momentos de tu vida hoy están atrapados en un marco, colgados de una pared. Cuanta estaticidad por dios. Revelaciones que son como patadas en el alma.
Te ves ahi, en esa foto, y te cuesta reconocerte. Tan feliz, tan joven, tan libre. Rebosante, enérgico, con los todavía mil sueños sin derrotar que añorabas cumplir, y que el mundo y tu dejadez se encargaron de espantar. Que hermosa sonrisa supiste tener.
Y llorás. Asi de repente se te quiebra la cara y te sorpende un llanto feroz cargado de impotencia. Pensás en lo que te convertiste, en los colores que perdiste, en las canas que te martirizan. Y la canción sigue sonando, siempre al mismo volumen, pero cada vez más fuerte adentro tuyo. Y te arrepentís de un montón de cosas. Darías media vida por meterte en esa fotografía y no salir nunca más. Meterte ahi, y decirle a los amigos que posan con vos, tambien resplandecientes, que diseñaste un plan para detener el tiempo en ese momento y ser por siempre jóvenes. Y alegres, muy alegres.
Recién cuando el lloriqueo cesa, te calmás, y en medio de un manto de autocompasión te perdonás un poco, le das una tregua a la tristeza. Es que, si tanto extrañás esos momentos, es porque lograste esculpir días y noches geniales en este mundo de mierda. Y eso no es poco.
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