Llega de repente la claustrofobia y caigo en la cuenta de que pasó otra vez. De cuando en cuando el destino se encarga de encerrarme en un frasco. Y esta historia ya la conozco.
El vidrio se empaña de suspiros, todo es difuso, no puedo ver nada claramente, ni escuchar lo que proviene del exterior. La tapa allá arriba está invenciblemente cerrada, me olvido de ver el cielo. La luz del sol me llega apenas tenue y el frío comienza a hacerse costumbre.
La vida sigue transcurriendo allá afuera, pero yo me siento en pausa. Temo terminar igual que aquellos amigos que no sobrevivieron al frasco, y que de tanto llorar alli sucumbieron, ahogándose en su propia marea de lágrimas.
Conozco la fórmula para escapar, la aprendí de la experiencia, pero depende de la paciencia, la fuerza y algo más que aun no logro descifrar. Consta de romper gradualmente con lo hermético, varias patadas diarias. A su vez ir haciendo pequeños agujeros en la tapa, para que puedan colarse los rayos del sol, los sonidos, el aire salvador, y entonces si, juntar fuerzas, renovarse y llegar al maravilloso día en el que uno rompe el vidrio de una brutal patada final: por fin el mundo externo tira más que el interno. Entonces el frasco estalla, y uno se astilla cuando se fuga y sangra un poco, y duele, y el viento vuelve a pegar en la cara, y el mundo vuelve a expandirse inmenso, infinito, precioso.
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La confianza
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