31 de diciembre. 23:57
Las copas ya están llenas. Los estruendos comienzan a ser cada vez más fuertes y repetidos. Las calles, milagrosamente, están desiertas, descansando de las bestias de metal y de las de carne y hueso. La gente se toma una pequeña tregua de los 364 días anteriores de furia, desesperanza y bullicio. El reloj marca las doce y la esperanza tan vapuleada, como por arte de magia, vuelve a renacer en medio de abrazos, besos y deseos de buen año. Una sinfonía de vidrio oficia de banda sonora mientras cada uno de nosotros se siente envuelto en un intruso optimismo, convencido de que el que viene será un año mejor. Cada rostro exhibe una sonrisa y una mirada de ilusión.
1 de enero. 00:05
Agoniza el brindis. Todos damos un buen sorbo para completar el ritual. Me alejo de la mesa con mi copa en la mano, todavía queda un poco de champagne en su interior. Subo a la terraza para contemplar el cielo estallando en mil colores distintos. Miro hacia la calle y veo pasar corriendo a un perro desesperado por querer escapar, inútilmente, de las explosiones ensordecedoras de las bombas y los petardos. Desde la vereda de enfrente un chico de ropas rotas y zapatillas abiertas lo sigue con la mirada, mientras come pochoclo frío de una bolsita. Es su manera de recibir el año, brindando con nada y con nadie. Intenta cruzar la calle pero se frena de repente porque una camioneta pasa casi a la misma velocidad supersónica que el perro asustado, ignorando por completo la luz roja del semáforo.
1 de enero. 00:07
Mi copa está vacía. Las esperanzas me duraron 10 minutos. Ya somos caos de nuevo.
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