Parece que otra vez hay fiesta en la mansión del Chino.
Se puede oir el murmullo del gentio desparramado por todo el parque de la casa, ubicada en las afueras de la ciudad. Uno a uno van llegando los invitados en autos de alta gama. La pandilla está unida de nuevo, y van por otra noche inolvidable. Imposible no festejar la buena marcha de los negocios: la guerra se va ganando, y comodamente.
El ambiente es más que distinguido. Al encuentro no faltaron ni el jefe de policía, ni el mediático senador oficialista al que se lo suele ver más en los medios que en el Congreso. Gracias a dios por los vidrios polarizados.
Es todo exuberancia. En jaulas dispuestas a lo largo del verde jardín se pueden encontrar un tigre de bengala, dos chitas y un leon. ¿Quien dice que al poder nunca se lo ve entre barrotes?
El anfitrión no se encuentra entre los invitados. Está encerrado con dos prostitutas en su habitación, bebiendo champagne de una vertiente nacida de un par de tetas. Al costado de la cama descansan tres fusiles Ak-47, uno bañado en bronce, otro en plata y el más grande en oro. El placard está abierto, en él se exhiben los cien pares de zapatos que el Chino dispone para cada ocasión particular.
En otro rincón de la casa alguien decide celebrar la victoria a solas, encerrándose en un pequeño cuartito a controlar nuevamente las ganancias de su última transacción. Con la mirada extasiada va colocando los fajos en la balanza, porque en esta industria el dinero no se cuenta, se pesa.
Los que lo conocen cuentan que el Chino es de pensar que ningún sitio es un infierno si sabés como controlarlo y sacarle provecho. Tiene como primera ley no consumir su propia mercadería, y le avisa a todo aquel que se cruce en su camino: "o estás conmigo, o estás con dios".
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