martes, marzo 29, 2016




Me gusta contemplar los árboles, perderme en lo alto de las ramas anárquicas que anhelan el cielo y quieren llegar al sol. Las que cobijan nidos son mis preferidas, están llenas de futuros y melodías. Pero cada vez que miro los árboles termino pensando en la semilla, en los brotes, en el tiempo, la paciencia. Me descubro con los ojos cerrados.

No me canso de mirar el cielo. Y aunque cada mediodía me maraville con el firmamento  único e irrepetible, me pierdo en el pájaro que cruza mi campo de visión volando veloz el celeste profundo. Concentro mis pensamientos en él, surcándolo, tragandoselo, y puedo sentir como me crecen alas por unos segundos atacándome la sensación de que en ese momento placentero es el cielo el que quiere venir a mi y no al revés. Ya está unos centímetros más cerca, lo se.

Entonces no puedo evitar pensar en la chispa atrevida que da paso a la fogata, en la primera gota de lluvia que inaugura la tormenta que le dará otro color a la ciudad. En el primer beso de dos futuros amantes.

Creo, al fin y al cabo, en las revoluciones individuales en pos de las colectivas. En el regocijo vibrante de ese primer pensamiento inquieto que fecunda la mente y el alma. Creo en lo revolucionario de la música y los libros, en su poder transformador, en esa alarma que es el arte para despertarnos de la somnoliente pasividad que nos invade. Será por eso que escribo canciones e historias. Será por eso que me dejo atravesar por ellas. Y esa es mi lucha, mi calma, mi razón.