domingo, enero 24, 2016




Después de tanto andar y andar, después de caminar durante días, años, me encuentro perdido en el barrio del fin.

Pregunto si existen mapas, pero sus residentes me contestan que no, que no hay instrucciones para manejarse en este lugar. Cada uno hace lo que puede. Todo es encrucijada: las calles son cortadas que derivan en un callejón sin salida. Deduzco que es difícil escapar. Me pregunto por enésima vez como fue que llegué hasta acá.

Un constante olor a cloaca caracteriza el lugar, como si todo el tiempo estuviese pudriéndose algo. Las casas son viejas, desgastadas, con paredes despintadas y revoque caído. Abundan linyeras sentados en los cordones de las calles, bebiendo océanos de alcoholes: los observo y no paro de pensar  en los hermosos ayeres de los que probablemente hayan sido dueños, ayeres que un día terminaron abruptamente para convertirse en un hoy denso, apesadumbrado, áspero. En el barrio del fin, el presente no es un regalo precisamente. Los miro y me miro. Mejor no miro.

En mi incansable búsqueda de salidas no paro de patear trizas, las veredas están repleta de restos, fragmentos hechos polvos, alguien me dice que lo que estoy pisando son alas rotas. Siento escalofríos. ¿Que demonios es este lugar?. A veces tengo la sensacion de que ya estuve mil veces acá, sin embargo no termino nunca de descifrar este extraño mundo.

De repente me encuentro ante una ruta, excepción fantástica después de tanta callejuela inmunda sin salida. Un cartel anuncia que estoy al final del final. Miro hacia adelante y veo un vasto y enigmático horizonte. Tengo miedo. El barrio del fin era incomodo pero no tanto como el hecho de decidir cambiar.

Doy un primer paso temeroso, vuelvo a mirar la ruta. Doy otro paso, termina el final ¿Y ahora que viene?