domingo, mayo 11, 2014



Un nuevo día de escuela, una nueva marca en mi muñeca. Como se acostumbraba en aquellas épocas, los profesores me ataban al pupitre mi mano hábil, la izquierda, para que aprendiera a escribir con la derecha, "como el ser humano normal", "como la mayoría de las personas" justificaba la maestra con su rostro agrio y mirada perturbadora que hasta el día de hoy recuerdo y que se que nunca se me van a borrar de la mente. Claramente yo y un unos pocos compañeros más eramos una excepción bastante molesta.


Y asi, a la fuerza, aprendí a redactar con la derecha. Llegué a tener un trazo preciso, impoluto, recto. Cada frase se amoldaba perfectamente al renglón, sin moverse ni un centímetro de él. La hoja era una oda a la prolijidad, pero fría. Y eso me aburría sobremanera.

Harto de lo uniforme de mi caligrafía me propuse que todas las noches en mi casa empezaría a utilizar y ejercitar mi abandonada mano izquierda, incluso sin que supieran mis padres ya que tampoco estarían de acuerdo. Me quedaba hasta altas horas de la madrugada copiando párrafos de cuentos de Julio Verne. Un tiempo después, comencé a escribir mis propios textos, una recopilación de vivencias y poemas tórcidos, ilegibles, caóticos, todos con la izquierda. Los renglones eran una mera formalidad olvidada por mi. Mi lápiz bailaba hacia arriba y hacia abajo, de un lado a otro, en diagonal. Las letras eran locas y deformes, rebeldes, siempre distintas, el papel era una fiesta.

Socialmente era conocida como "la siniestra", pero lo cierto es que mi mano izquierda se había convertido en un escape a las aburridas mañanas de colegio tomando apuntes con mi insulsa mano diestra mientras mi mano izquierda reposaba amordazada, desesperada por salir a volar oraciones.

Recuerdo que fue en la clase de historia. Me sentía tan anti-natural que me saturé y exploté. Mientras la maestra escribía en el pizarrón aproveché y corté disimuladamente con mi tijera la soga que aprisionaba a mi querida zurdita. Las horas de colegio se volvieron adrenalínicas y aventuradas. Simulaba escribir como el resto, pero en cada descuido de todos tomaba mi lapicera y sacaba a bailar a mi mano izquierda a escondidas. Era clandestino y no me importaba en absoluto. Esos pequeños momentos de alegría me duraron unos pocos días, como bien establecen las leyes de la tristeza: la alegría será fugaz, o no será. Barraza, un compañero con el que francamente me llevaba horrible me descubrió y el muy hijo de puta me delató con la maestra, que me tomó violentamente de la oreja con sus manos ásperas y me arrastró hacia el rincón del aula, Una vez allí me aplicó el exacto y cruel número de 57 varillazos en la parte trasera de mis piernas, en frente de toda la clase.

Llorando y con las piernas coloradas corrí hasta mi casa, me encerré en mi habitación y con los dientes rechinando de furia escribí los poemas más hermosos y rabiosos del mundo. Mi zurda era un torbellino, moviendose para todos lados. La tinta era combustible y mi papel un fuego resplandeciente que no se apagaba, incluso a pesar de las lágrimas que caían arriba de las palabras recién nacidas de mi injusticia. Los versos eran desalineados y estremecedores, y en un segundo sentí una pausa de calma silenciosa, un alivio que precedió a una revelacion: Caí en la cuenta de que mi caligrafía con la mano izquierda había llegado a ser muchisimo más preciosa que la que lograba con la derecha, aun con sus imperfecciones tan características. Algo la hacía deliciosamente armoniosa. Me sentí victorioso.

Han pasado más de cuarenta años desde que era aquel niño joven y descarado, los tiempos cambiaron bastante aunque algo en mi se mantiene intacto. Todas las mañanas me despierto con un dolor feroz en mis piernas, puedo sentir la varilla azotandome sin compasión ni sentido intentando corregir lo que yo jamás quise corregir. Pero cada vez que ese dolor ataca, empuño un bolígrafo con mi mano izquierda, lo tomo bien fuerte, y empiezo a escribir mis poemas torcidos. Y entonces, el ardor cesa, al menos por unas horas.