martes, abril 23, 2013



Verla había dejado de ser  un simple pasatiempo, para transformarse en una especie de inexplicable necesidad vital. La escena era siempre la misma, mecánica, sistemática: esperaba el colectivo unos cinco minutos en la parada de siempre y quince minutos después se bajaba. Caminaba cuatro cuadras, atravesaba  la vía, miraba lo imponente de la iglesia y cruzaba la plaza en diagonal para ahorrar tiempo. Desde lejos la veía chiquita. No necesitaba golpear la puerta porque siempre estaba ahí afuera, esperando por él. 

Todos los días, hacía lo mismo una y otra vez. Siempre el mismo trayecto, las mismas casas, las mismas calles. Comprendió, entonces, que algunas rutinas pueden ser hermosas.